domingo, 24 de abril de 2011

Charlas entre kayakistas


Hay una evolución presente en mi desde que me senté por primera vez en un kayak hace como 5 años. Supongo que todo remero la ha tenido, consciente o no de ello.


Cada vez que salgo por ahí en algún rinconcito de esta increíble isla, se da una comunicación con lo natural, maravillosa conexión que busca todo kayakista, arriba del bote y en tierra también.

Y una conexión paralela con la embarcación, sobre la que nunca había reflexionado, hasta ahora, no en términos de evolución.

Una especie de conversación interna entre el bote y yo. Desde el primer día. Un ida y vuelta fantástico que marca mi evolución. No se trata de la técnica puramente, saber si mejoro, si me hago más diestra, si técnicamente evoluciono, si soy más kayakista o no. Se trata de sentir.

Es algo espontáneo que ha ido creciendo y hoy es una retroalimentación terriblemente clara, que me orienta, me ubica, me envalentona y me impulsa a degustar más… esta maravillosa danza del kayakista, con su bote, y el agua.

Incursionar cada vez más en lo técnico, en mi caso, era primariamente para quitar miedos, para adentrarme en aguas más complejas, el mar fueguino con su oleaje, el canal Beagle con sus escarceos. Era el paliativo en mi caso para el estrés mental, cuánto más estaba en el bote y aprendía de él, más chances de no darle lugar al miedo, la tranquilidad de saber que uno va por el buen sendero que en algún momento rendirá sus frutos.

Asimismo fue también obviamente lo que yo asimilé como “el camino del kayak” si éste te PEGA, cuando llena cada recoveco de tu ser, y parece ser éste el próximo paso lógico, aprender a acompañar la naturaleza de la embarcación que uno tiene debajo. Saber que empezás a sacarle partido a ese elemento, que el porcentaje se va incrementando.

Lo que yo creí que era el camino obligado para estar a la altura de las condiciones que se den en el agua con las menores chances de zozobrar. Con el menor conflicto acarriado a los compañeros de travesía. Y la posibilidad de vivirlo sin terror, SENTIRLO, no PADECERLO.


Por unos cuantos años el miedo y la tensión estuvo tan presente que no dio lugar a otra cosa. Hoy lo puedo ver y entender muy claro. Una tensión que como el kayak, aprendí a manejar y colocar en el lugar correcto. Un miedo irracional que también tuvo que ocupar otro lugar, ya no en esta kayakista.

Es mi cosecha, los frutos recogidos son muy personales, nadie te los cuenta ni puede vivirlos por vos. Cada kayakista puede compartirlos con otro pero son INTRANSFERIBLES. Es un pasaje que cada uno deberá enfrentar a su manera, donde se estará conociendo en la capacidad de soportar el estrés, de mantenerse calmo, de encontrar algo de qué asirse para salir adelante, de encontrar respuestas de qué hacer en esas condiciones donde no se puede escapar del juego mental propio.

Los frutos son personales y se capitalizan bien, de acuerdo a mi naturaleza autodidacta en el kayak, y de acuerdo a cómo la actividad va desarrollándose y evolucionando en Tierra del Fuego, la conciencia que se está instalando, una nueva mirada, lo que yo veo como una nueva raza de kayakistas.

Tras 4 años de remar el Avatar y de que “este compañero me haya llevado” puedo sentir que recién ahora empiezo a decodificar un poco más esta interacción que llamamos navegar.

La incorporación en mi caso de ciertas técnicas como el rol, los apoyos y rescates variados, que van progresivamente estableciéndose en mi historia con el kayak, me han aportado sin buscarlo un nuevo mundo, donde las sensaciones vinculadas a la navegación, son protagonistas indiscutidas hoy de cada momento en el agua.

Transforman cada palada, cada contacto del agua con el bote, en una danza, que se disfruta y se degusta como nunca yo lo había hecho.

Cuando la psiquis se relaja, cede la tensión, y el kayakista empieza a escuchar, ver y sentir con deleite. Asistir a la deliciosa experiencia de su kayak interactuando en su propia forma con el elemento de su próposito.

Hoy puedo sentirlo. Hoy puedo disfrutar como un niño que juega. Supongo que es el fruto de años de tensión y de hasta momentos de horror, donde algo más allá de mí, una capacidad de mantener cierta calma se trasladaba al cuerpo y al bote y me mantenía arriba, pero el miedo y el estrés me robó la capacidad de degustar el momento, como hoy sé que se puede hacer.

Simplemente por aflojar la tensión, aflojar el cuerpo, y dejar que en todo momento el bote muestre su juego fantástico con la ola, algo que empalaga los sentidos. EMPEZAR a conocerlo en todo el sentido de la palabra.

Es un momento único donde el kayakista sabe que se instaló el cambio más trascendente: cuando empezás a sentir que el bote y vos son UNO. Y se disfruta a pleno el movimiento, con la concentración puesta donde debe estar, con los ojos brillantes de excitación, ya no temerosos en la masa de agua que viene a romper o a desestabilizarte.

Cuando el secreto se devela pero en la experiencia, no en la teoría: realmente estando relajado, el bote te enseñará su estabilidad, sólo si te prestás al juego, o pasaste la primer prueba.

Y ser levantado, sacudido, girado, se convierte en algo agradable, algo para disfrutar sin la anestesia del terror. La rigidez del miedo que todo kayakista conoce, la línea de meta donde terminar sin volcar es salir HECHO. Airoso.

Sin saber que no se ha vivido la experiencia en su esplendor. Que hay otra cara no develada aún. Exquisita.

Tanto como para que al kayakista fueguino ya no le importe el chapuzón helado, porque el intercambio es perfecto. Es otra conversación, otro conocimiento del bote, otra danza con el agua, una mimetización perfecta a la que antes faltaste.

Cada paso dado hasta aquí, me hizo llegar a éste. Cada palada de cada travesía fue la semilla, el contraste para captar esta nueva conexión, esta nueva forma de andar.

Es como nacer de nuevo.
Moni

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